jueves, julio 08, 2021

 

LA CRÓNICA QUE LE DEBO A ADOLFO ALFONSO

 

Hoy Adolfo Alfonso Fernández, uno de los más grandes repentistas cubanos (el preferido por mí) está cumpliendo 97 años.

   Lo digo así, en presente, porque demostrado está que los hombres grandes, sea cual sea “su mundo”, el campo de su actividad, pesan y llegan a ocupar tanto espacio –humano sobre todo- que la muerte no puede cargar en realidad con ellos.

   Medios de prensa, sin embargo, dieron por fallecida la parte material de su cuerpo hace poco más de un lustro, el 23 de enero de 2012, víctima de una afección cardiorrespiratoria.

   A quienes él nos sentaba desde niños –y no precisamente de penitencia, sino a gozar de lo lindo- en una silla frente al televisor, cada domingo, entre criollas palmas y cañas, nos parece seguir viéndolo ahí, con su impecable guayaberita blanca, la picardía explotándole en pleno rostro, aprehendiendo cada palabra de Justo Vega, su entrañable amigo (padre, como afirmó más de una vez) para arremeter jocosamente contra él, sacarlo completamente de paso y provocar una verdadera reacción en cadena de carcajadas, sin distinción de edad, sexo, origen o creencias… en todo el archipiélago.

   Por eso nunca me perdoné aquel olvido absurdo, involuntario, inaudito e inexplicable cuando, en el contexto de una Jornada Cucalambeana, hace algunos años, me faltó un nombre –el suyo- entre los que, al azar, llevé a uno de los párrafos con que comenté detalles de esa suprema fiesta de la cultura campesina en Cuba.

   Por entonces yo escribía para el periódico Granma. Recuerdo que, tras leer mi comentario, un familiar de Adolfo, creo que una nieta o algo así, comunicó con la página cultural del diario, no para protestar, no para exigir el sí merecido espacio de ese hombre en cualquier y toda tribuna pública, sino para expresar, del modo más humilde y respetuoso, que le hubiera gustado verlo también mencionado allí.

   El tiempo no me ha borrado ni un átomo de dolor. Si Justo Vega fue un padre para Adolfo, este último fue y sigue siendo el tío jodedor, querido y adorado que no me dio mi abuela, pero sí la televisión, la décima y la vida.

 

   Me quedé, pues, debiéndole a Adolfo Alfonso la crónica con que siempre voy a estar insatisfecho. La crónica que lo ponga a correr, acaso descalzo, como suelen hacer todos los “chiquillos obedientes”, por Melena del Sur y Güines, a arrancar aplausos con apenas 14 años a golpe de puro tango argentino, a  estremecerse de pies a cabeza oyendo por vez primera aquella controversial controversia que marcó para siempre el rumbo de su vida, entre dos “monstruos” de la décima cubana: Angelito Valiente y Jesús Orta Ruiz, el Indio Naborí…

   Insatisfecho porque… de qué callada manera podría adentrarme, sonriendo o no, en quienes ahora leen estas líneas, para llevarles el latido de aquel espacio conocido como El Guateque de Apolonio, donde el propio Naborí y Adolfo, encarnando a los personajes de Liborito y Manengue, respectivamente, les dieron tanto y tan justo “cuero” a los desmanes de la dictadura batistiana, que un “buen” día, entre ladridos y cara de perros, los esbirros acabaron ocupando la emisora.

   La crónica que –sin teque- siempre le deberé a nuestro Adolfo, es la que llevan dentro y desearían escribir los guajiros cubanos, la de quienes pueblan las ciudades, la de absolutamente todos los habitantes del país, la que pugna por subir la cuesta de ese Premio Nacional de Música 2004, tan alto, que no cualquiera alcanza; es la crónica de Félix Varela convertida en Orden de Primer Grado a ras de pecho en Adolfo, o esa Distinción por la Cultura Nacional que con la más proverbial modestia aceptó recibir también, entre tantos otros reconocimientos.

   La pendiente e interminable crónica se filtra por el anillo de compromiso que, en perpetuo matrimonio, él puso un día en el dedo de la décima cubana… ¡Y ay de quien mienta diciendo que una (porque no hubo ni una) vez le haya sido infiel!

   Virtuosos del género no nos han faltado. Dicha inmensa la de nosotros los cubanos. Más rápidos que Adolfo, puede haberlos. Más coherentes, no sé. Más ocurrentes, humm. Con más, más criollo, más cubanísimo humor… lo dudo. Más respetuosos aun en medio de la más cómica “trifulca”, no lo creo.

   Que tuvo la suerte de coexistir, co-aprender y co-generar con hombres de la talla de Jesús Orta Ruiz o de Justo Vega, sí. Del primero dijo: “El Indio es el padre de la décima en Cuba. No hay un poeta en la Isla que no haya aprendido algo de Jesús Orta Ruiz. Él ha marcado una pauta eterna en lo que es el desarrollo de la décima. Es el símbolo más alto de nuestra décima”.

   Lo que para Adolfo significó Justo Vega (padre, hermano, hijo, familia…) puede resumirse en lo que dejó para orgullo de La Jiribilla, años después de haber fallecido su inseparable compañero de abrazo y controversia: “Ni he encontrado, ni tampoco he intentado buscar otra pareja. No la he buscado porque Justo llenó mucho mi vida”.

   Como sé que no todo el mundo tuvo el privilegio –en particular los más jóvenes- de disfrutar el néctar sublime de aquellas improvisaciones, traigo segmentos de la simpática “entroncada” que cierta vez se dieron Adolfo y Justo, antes de terminar, como siempre, “entroncados” en el abrazo que los mantiene unidos, allá, en el olimpo de la cultura campesina cubana:


JUSTO: Porque a ti te sobra cara / pero te falta cerebro.

ADOLFO: Y a ti qué te falta abuelo...

JUSTO: A mí no me falta nada.

ADOLFO: Te falta la carcajada.

JUSTO: Y a ti te falta hasta el pelo.

ADOLFO: Yo soy todo un caramelo.

JUSTO: Tú eres un payaso ruin.

ADOLFO: Tú eres más flaco que un güin.

JUSTO: Tú eres más feo que un sapo.

ADOLFO: Tú vales menos que un trapo.

JUSTO: Y tú eres un adoquín.

ADOLFO: Tú eres cerebro de iguana.

JUSTO: Tú eres seso de mosquito.

ADOLFO: Tú eres el ratón Mikito.

JUSTO: Y tú eres la mona Juana.

ADOLFO: Tú eres una palangana.

JUSTO: Y tú eres un garrafón.

ADOLFO: Tú eres como el camaleón / que se enreda en el bejuco.

JUSTO: Y tú eres un seboruco / en medio del callejón.

   La crónica de Adolfo tal vez comience y termine por los diez octosilábicos versos que de su inspiración y puño nos dejó al expresar: La décima siempre ha sido / latir de mi corazón / casi la resurrección / para mi pecho dormido / es mi profundo latido / como lo es en Naborí. / La décima para mí / haciendo una breve suma / es como lo fue la pluma / para el Apóstol Martí.

 

 

 


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