sábado, octubre 30, 2021

 

BUENÍIIISIMOS

 

Ojalá todo adulto pudiera decir lo que, sin chovinismo ni “autosuficiencia comunitaria”, afirmo a continuación: las niñas y niños que viven en mi edificio y en viviendas aledañas son buenísimos; los mejores del mundo.

Cada atardecer me convenzo más de esa gran (mía) verdad.

Para convencer a quienes leen no sé si comenzar por ese sentido del respeto hacia los mayores que, con toda seguridad, les han enseñado sus padres, o si empezar por otros rasgos no menos loables.

 

Yo solo sé que desde la quinta planta donde vivo suelo quedar ensimismado viendo cómo bajan, cuando ya el edificio contiguo cubre con su sombra ese espacio que ha devenido apretado “campo de futbol” sin distinción de sexo o de edad.

Entonces pareciera que “el calentamiento físico” consiste en chacharear un poco acerca de cuanto tema se les ocurre: la nueva pelota que trajo Larrosa el papá de César, lo rico que estuvo el aguacero de ayer, los camarones de agua dulce que capturaron en la charca que hay a 60 metros de allí…

Más reducidos aún, por el efecto que deja el plano fotográficamente definido como “picado” (desde arriba), ofrecen la sensación de verdaderos adultos… en miniatura.

Si supieran que desde lo alto hay ojos y oídos al tanto de sus ocurrencias, quizás no fuesen tan originales, en medio de un intercambio que por momentos raya en el susurro (vaya usted a saber qué bellaquerías se confiesan) y que otras veces se eleva por encima de las azoteas, en abierta algarabía.


Después, irremediablemente, llega el plato fuerte de la tarde: en una cuarta de tierra arman dos equipos, no importa con cuántos jugadores; plantan la portería (dos piedras en cada caso), silbato imaginario al aire y… ¡A jugar!

Creo que al principio apenas eran cuatro o cinco: César, Ernesto, Yamichel y nada más y nada menos que Yisel y Lía, dos niñas a quienes tal vez por cortesía o delicadeza los chamas les reservaban la misión de porteras.

“Eso es para que nadie piense que nosotros somos machistas”, me dijo con cara de pícaro Ernesto una tarde, a propósito de la presencia de ambas en el terreno.

Luego se han ido sumando otras caras, nunca rechazadas porque espacio parece haber de sobra para todos y todas.

El favorable cambio que, al menos por acá, sigue registrando la situación epidemiológica se ha encargado de acentuar una gran realidad: el sano goce de los chiquillos no está sujeto únicamente a la pasión que todos sienten por el balón.

Después de meses de necesario aislamiento, han vuelto a bajar-siempre con su nasobuco y prudente distanciamiento, las jimaguas de Juan Carlos y Ana Mary, a montar en sus bicicletas o a respirar aire más libre, del mismo modo que otros “enanitos reparadores de sueños” a quienes los más grandes les prestan la pelota para que también le den su patadita goleadora.

Termina el partido y los jugadores se apartan para tomar un descanso que pareciera indicado por la FIFA.

Y ahí viene otra vez el chu ch uchú interminable, como si hiciera años que no se ven ni conversan entre sí.

 

Los miro y me sorprende cómo, al mismo tiempo, dan la impresión de haberse conocido desde el parto o desde la cuna misma. Y lo curioso, alentador y hermoso es que muchos de ellos se vieron por vez primera hace un puñado de meses o menos. ¡Pero qué bien se llevan, concho! Ojalá siempre así sea y así ocurra en todas partes. Tal vez ellos ni lo imaginen. Posiblemente algunos padres y familiares tampoco. Pero estos atardeceres son el cimiento sobre el que se empinará el rascacielos de la amistad: mucho más alto y perdurable que ese edificio de cuatro o cinco pisos en cuya pared –ojo con eso- está quedando cada vez más impregnada la huella esférica de los Messi y los Ronaldos en forma de fantasías.

 


This page is powered by Blogger. Isn't yours?