lunes, agosto 22, 2016
QUÉ TÍO ESE HERMANO ALBERTO
El
timbrazo. La noticia. Increíble no solo por inesperada; también, y sobre todo,
por indeseable. No entiendo nada. Quedo totalmente en blanco en medio de la
oscuridad. Vuelve a sucederme y no acabo de entender que la muerte es algo
natural… pero contra, por qué ahora; pero contra, por qué Alberto.
Pienso
en Zenaida, esa mitad y más de su vida entera; en Albertico, el retoño; pienso en mamá, tronco y
espiga; en los demás familiares… y no quiero verme en la piel de sus latidos,
no muy distintos ni distantes de lo que late, ahora mismo, dentro de Paneque,
allá en La Habana; de Róger, Julio César, Góngora u Oscarito, acá en Las Tunas
y de muchísimos colegas, entrañablemente cercanos a pesar de las distancias del
espacio y del tiempo… siempre tan relativos.
Y
es que, sin izar ni bajar suposiciones, ondearán a media asta cientos, miles de
recuerdos, instantes, agradecidas y aleccionadoras enseñanzas, en las vértebras
mismas de un periodismo que Albertico (Rodríguez Fernández) supo vertebrar
también —y tan bien— allá por sus
propios albores en el entonces, y todavía y siempre Oriente cubano; embarrado
de tinta hasta la médula de la pasión noctámbula, en el gateo inicial
informativo de la ahora Agencia Cubana de Noticias, en sus despachos desde
despacho coreano, en las noches de desvelo y días de franco sueño que la vida
le obsequió (o viceversa) en el periódico Granma, en su nada bohemio paso por
Bohemia…
Mucho
no sé, en detalle, de sus andanzas sobre el teclado. Jamás le oí conjugar verbo
alguno en la primera persona de un singular que ahora, caramba, le concede bien
merecida singularidad. Porque fue —y ya no dejará de ser— tecla donde situar
mirada.
¿O
por qué Adalys le lanzaba un SOS, desde la Upec, o Ramiro desde el periódico
26, y otros y otras desde diferentes escenarios, donde tantos y tantos
festivales, encuentros o concursos requerían del conocimiento, el rigor y la
imparcialidad hechos persona?
Sí.
La vida me permitió acercarme a él un día. Como finito subordinado en el
despegue, como amigo en lo infinito para jamás aterrizar forzosamente en las
pistas del olvido o de la indiferencia. Y cuánto lo agradezco, en nombre de
todos los agradecidos y de todas las agradecidas de este gremio y más allá de
él.
¡Qué
clase de tío hemos perdido! –diría un bisoño. ¿Qué clase de tío hemos ganado! —podemos,
con total orgullo, decir todos. No un tío cualquiera, sino ese Tío Alberto que,
como el de Joan Manuel Serrat, “da todo lo que puede dar, su puerta está de par
en par, quien quiera entrar tiene un plato en la mesa… El que conserva ¿verdad
Zena? de un niño la ternura, de un poeta
la locura, aún sabe sonreír y siempre creerá en el Amor… tío, hermano, Alberto.
miércoles, agosto 17, 2016
EL TIMONEL DE MI REINA
Lamentablemente, el tiempo no me dio un pedazo de sí mismo
para conocerte. Y te llevó, sin previo aviso ni autorización si quiera
familiar, mucho antes de que yo pudiera entrar en tu mundo y tú en mi horizonte
de vida.
¡Y pensar que allá por el año 1988 debimos, coincidente
y quizás hasta necesariamente,
cruzarnos!; tal vez en las entonces sucias y maltrechas calles de casi toda
Luanda, en las no menos dañadas carreteras de un país destruido por injusta
guerra, con cornetas y billetes haciendo, desde fuera, la misma labor del
cáncer intestinal.
¡Claro que debimos cruzarnos!... quién sabe si hasta
coincidir en alguna de las obras que, “rompiendo montes y valles, subiendo el
mar a los ríos, bajando hasta mil montañas” (Oh Silvio) dejaban a su paso
aquellos hombres de tez bronceada por el sol y cascos tan blancos como palomas
de paz, sobre la sufrida y hermana piel de la República Popular
de Angola.
¿Cómo no te encontré, compadre, para que me tildaras de
loco, anticipándote el abrazo que hoy no puedo darle más que a esa foto, donde
estás junto al camión que cuidabas más que a ti mismo?
¿Cómo no encontrarte, entonces, para pedirte, desde el fondo
de tus dos niñas (más importantes para ti que las niñas mismas de tus claros
ojos) un poco más de cuidado a tu salud, menos desgaste físico, más horas de
sueño, menos polvo penetrando por esas vías respiratorias que siempre
desafiaron el humo del cigarro y la ceniza del tiempo y que, después, el propio
tiempo terminó convirtiendo en ceniza?
Fueron tres misiones, Gran Ricardo. Tres veces Sí. Tres
veces, cuenten conmigo. Tres veces, aquí estoy… Al sur del volante, al norte
del sendero real y verdadero, embragando amaneceres, o sin freno noche adentro,
muy adentro.
Quizás jamás se lo confesaste a esa Dulce mujer que te
esperó, siempre segura, no sin temores, y que hace apenas unos días partió a
reencontrarse, por y para siempre, contigo.
Pero a mí, sin conocerte y conociéndote al dedillo, no me lo
puedes negar. Sé del agotamiento físico tan bien disimulado en la esporádica
sonrisa o en la prevaleciente seriedad de aquellas imágenes congeladas a punta
de lente fotográfico; sé del traicionero cigarro ahuyentando el canto de
sirenas emitido, a deshora, por la almohada; sé del “aliviante” sorbo de
bagaceira y hasta del tribal y trivial coporoto aprovechándose de la ingenuidad
del paladar.
¿O caso piensas que fuiste la exclusividad? Bien sabes —porque siempre supiste— que no.
Nada te diferenció de los cientos de choferes, conductores, operadores de
equipos pesados… que allí se disputaron, como solo pueden hacerlo los hermanos,
el peso dignísimo de aquella indiscutible epopeya.
Porque, además, nada te hizo, humana, patriótica y
cubanamente, distinto a los más de 300 mil hombres y mujeres de esta tierra
que, a lo largo de tres lustros, dejaron a sus Reinas y a sus Príncipes para
arriesgar la vida por defender el derecho a la vida en Angola.
Solo que tú, Indio de pantalón mecánico o de manhattan
cubriendo tu masculino pelo en pecho; Indio de ancha patilla mentón abajo y de
finísima caricia dedo en piel arriba, fuiste y regresaste tres veces… y, desde
algún etéreo lugar, aún sigues dispuesto a ir otra y otra vez, en otros
cuerpos.
Por eso estoy embragando, compadre, el abrazo que, como tú, tanto
merecen tantos. Ayer, como te dije, el tiempo nos privó de un pedazo de sí
mismo, para hacerlo realidad. Ahora solo permíteme cerrar bien duro los ojos y
engañarme, quizás por vez primera, haciéndome creer, como un niño, que los hombres
nunca lloramos.