martes, julio 16, 2019
CUESTIÓN DE SENSIBILIDAD
Saben que mi intención
es tomarles una foto, pero ni se inmutan. Solo observan, con esa mirada
aparentemente ajena, indiferente, ysiguen compartiendo, con la mayor
naturalidad del mundo, sorbos de alguna bebida, mientras se pasan, de uno a
otro, la botella.
Para trabajadores de
la instalación ubicada frente a la terminal de Ómnibus Nacionales de Ciego de Ávila, y para quienes han acudido a
recibir servicio, la escena noiría mucho más allá de lo sanamentecotidiano, si
no fuese por ciertos detalles que saltan a la vista o que refiere una de las
empleadas.
“Como norma, llegan a
una mesa, se sientan, sacan una botella, empiezan a beber, no consumen nada de
lo que aquí ofertamos y, sin embargo, se pasan horas ahí, ocupando, muchas
veces, el espacio que pudieran disfrutar otras personas.
“Les hemos explicado,
en buena forma, que deben darles oportunidad a otros, pero no hacen caso,
continúan ahí, hasta que los coge la noche y van para la terminal, supongo a
dormir en algún rincón. En ocasiones, hasta nos han ofendido. Hemos avisado a
la policía; vienen, los sacan, pero al poco rato están de vuelta.”
Que tienen derecho,
como cualquier ciudadano, a ocupar una mesa, compartir y departir… eso es
innegable. Si en un lugar se respeta derechos de esa índole, es aquí, en Cuba.
Puedo equivocarme, pero situaciones similares no abundan mucho en otras partes,
sobre todo cuando se trata de individuos bajo los efectos, evidentes, del
alcohol; no precisamente bien vestidos, cargados de jabas o jolongos a la
usanza de los deambulantes y no con la mejor higiene.
Por eso, mientras la
expresión del rostro y las manos de la empleada parecen decirme “nada podemos
hacer”, sigo preguntándome lo mismo que otras veces, en otros sitios:
¿Qué ha hecho, o qué
hace, la familia de esas personas? ¿Acaso no tienen padres, hijos, hermanos…
que puedan ocuparse de ellos? Tal vez ya ningún consejo familiar surta el efecto
que sí pudo ocurrir antes, si parientes y hasta vecinos hubieran intervenido a
tiempo. Pero no me parece justo, y mucho menos correcto, que queden a expensas
de lo que algunos suelen llamar “la buena de Dios”, para que “alguien” (¿quién
si no el Estado?) se encargue de ellos.
Ojalá, en tal caso,
todos digamos: “Ese asunto es mío y voy a meterle el pecho”. Pero no siempre
sucede. Y es ahí donde, irremediablemente, no debe faltar el rol de mecanismos
e instituciones creadas con ese fin, o que, por su función, pueden insertarse
en la solución del problema.
No hablo ya de
permitir o no la presencia, en lugares como el antes mencionado, de adictos a la
bebida o de personas con otros trastornos, que generalmente deambulan por las
calles. Eso, quizás se resuelva, al menos de momento, con una indicación
tajante y vertical por parte de autoridades encargadas del orden público.
Pienso, sobre todo, en
lo que, además de la familia (primer y decisivo eslabón) pueden hacer las
estructuras concebidas para la prevención y atención sociales, especialistas de
salud e instituciones hospitalarias que, aunque insuficientes, han de tener un
uso cada vez mejor y más óptimo.
Claridad en asuntos
así, dejó el Presidente cubano Miguel Díaz-Canel Bermúdez, al resumir la más
reciente sesión del Parlamento cubano, cuando subrayó: “Quienes están en
capacidad de resolver algo, tienen también el deber de no dejarlo a otros. Detrás de cada problema hay un cubano o una
cubana que necesita atención: recuperar
la sensibilidad y ponerla de moda es palabra de orden”.