jueves, agosto 16, 2018
LOS NIÑOS DE ENRIQUETA
Mataperrear era el jocoso término que solía utilizar todo el
vecindario, durante mis tiempos de niñez, mientras la muchachada andaba
desperdigada por ahí, jugando pelota, empinando papalotes, bailando trompos,
haciendo travesuras…
Por eso me asalta, como palabra, desde que los veo, ahora,
largando sonrisas y placeres, correteando o dando pedal sobre pequeñas
bicicletas, a lo largo del trillo que enlaza a los patios de esas humildísimas
casas que el huracán Irma dejó en pie, aunque casi sin pie, y que, tal vez,
mejor hubiera desplomado, completamente, en Enriqueta.
¿Enriqueta?
No sé si aparecerá en algún planisferio. Baste saber que
cobra reducido cuerpo en un puñado de casas, irremediablemente atadas a un
criollismo capaz de sonrojarse frente a la alardosa modernidad de estos
tiempos, a un costado del llamado Circuito norte: carretera que, procedente del
occidente y centro, roza el costillar de Bolivia,
y continúa hacia Esmeralda, Sola, Nuevitas, Manatí… el Oriente cubano.
Pero ahí, en Enriqueta, están ellos; Herson, brillante y
cándido como un azabache; Estéfani, con una salpicante picardía prendiéndole
fuego a la pupila y Misel, a la caza del modo más sano posible para hacer una
de esas bellacadas propias de la edad.
Afino el oído y, en efecto: debe ser el trino de algún
confianzudo sinsonte, de esos acostumbrados a escuchar el gozo de los niños por
intermedio de una algarabía que ni rompe tímpanos ni quiebra la siesta de
Hortensia y de Raúl (bisabuelos) cuando se tienden, como un par de lagartos,
sobre el piso de lo que quedó de su casita, con la esperanza de recoger un poco
del fresco que a gritos pide el organismo humano en estos meses.
Saco la cámara fotográfica con la única intención de
congelar el pedazo de infancia que, excepto en bicicleta, también tuve entre
arboledas, sabaneros, sinsontes, chipojos, truchas, tojosas y torcazas… y los
tres duendecillos se detienen. No llegan, exactamente, a posar de cuerpo y
compostura para mí… aunque sí con la mirada.
Acciono el obturador y surte el mismo efecto del disparo que
cada año perfora el éter allá en Baracoa, cuando despega la vuelta ciclística
con proa hacia toda Cuba.
Entonces me dicen, los tres niños, que quieren verse “en la
pantallita”. Y, satisfecha la curiosidad, el pedal vuelve a echar chispas. Y
pobre de quién aparezca de repente, ensimismado, por el trillo. Y las risas se
pierden a lo lejos y aparecen otra vez. Y cuando el rostro se ensombrece porque
Miguelito y yo debemos continuar viaje, nos regalan uno de esos “Gracias” que
no hay mango, ni chirimoya o guayaba que tenga mejor sabor. Y por el espejo
retrovisor veo sus manitas aparentando decir adiós, cuando en verdad siento que
dicen “regresen pronto”.
Y claro que habrá retorno; tal vez uno de esos días en que,
con el jolonguito al hombro, caminen, rumbo a la parada, de la mano de mamá o
de papá, para ir a esa aula del pre escolar, donde septiembre les abrirá una
ventana no solo para mirar, de vez en vez, el cielo azul, sino también para
desentrañar, hacia adentro, los misterios de la escritura y de la lectura, en
cuesta arriba, hasta que, en un abrir y cerrar de ojos, el tiempo los convierta
en el médico, la atleta, el abogado, la cantante o el técnico medio que no
pudieron ser los bisabuelos Hortensia y Raúl, cuando las pesadillas del día
tras día impedían hasta el sueño de mataperrear sobre una bicicleta o de
corretear entre arboledas, aves, frutas y chipojos.