lunes, mayo 15, 2017
TIEMPO DE NIÑOS
Vuelvo a sentirme niño...
Amanece y —con frío o calor, bajo lluvia o no— mi madre se
empeña en levantarme cuando más rica siento la cama. Y yo, que quiero dormir
unos minutitos más; y ella, que si llego tarde al círculo infantil o al colegio; y mi padre que no
habla mucho pero me mira un poco atravesado…
Entonces uno de ellos me agarra de la mano y, pa´la la
escuela. Eso no me molesta, todo lo contrario, porque allí me siento bien,
entre amiguitos de mi edad, aprendo muchas cosas, pero caramba, cuando regreso ya
casi no hay tiempo para nada. Mamá corriendo de un lado para el otro,
preparando la comida, limpiando la casa o disparada rumbo a la placita. Y papá
ni hablar, a veces me acuesto y ni ha llegado del trabajo o cuando me levanto
ya se ha ido.
¿Salir a jugar un rato? Ojalá, pero casi nunca puedo o no me
dejan, porque si ya es tarde, porque si los carros, porque si la gente, porque
si la tarea primero…
A veces me parece que mis padres olvidaron aquel tiempo en
que pedían su tiempo —y lo tenían— para empinar papalotes, bailar trompos,
jugar yaquis o muñecas, batear, correr, criar pececitos, o simplemente salir a
“mataperrear” (como dicen los abuelos) con los demás muchachos del barrio, de
forma sana y con cuidado.
Eso no es tan fácil de lunes a viernes. Y los sábados y
domingos, por el mismo estilo.
No conozco a un solo padre que niegue la importancia de
prestarles atención o dedicarles tiempo a los niños, alimentar su fantasía,
crearles condiciones para el esparcimiento, abrirles puertas a la imaginación.
Pero del dicho al hecho muchas veces hay tremendo trecho… de tiempo.
No sé si algunos adultos tendrán idea de cuánto nos gustaría
corretear por un parque mientras mamá lee un libro o caminar de la mano de papá,
preguntándole cosas que él termina halándose los pelos para responder. Pero,
¿si no es a ellos, a quiénes se las vamos a preguntar?
¿Y qué sucede, entonces, cuando no nos pueden atender como
quisieran y como quisiéramos? ¿Qué ocurre cuando, por falta de tiempo, no hay fútbol
callejero, cometas al aire, ni parque, ni pista, ni bolas, ni quimbumbia, ni
otros juegos sepultados en el tiempo aun cuando sobra espacio?
Ocurre que terminamos yéndole encima al table de siempre, a
la computadora de papá, al celular o al primer artefacto que tengamos delante,
con esos juegos electrónicos que nos convierten en niños robotizados, durante
horas, horas que vertebran ese mismo tiempo invertebrado, mudo y sordo para otras
opciones mucho más útiles y didácticas.
Yo sé que no es igual en todos los hogares, que muchos
padres y madres sacan tiempo de donde no tienen, para atendernos, escucharnos,
comprendernos, meterse dentro de nosotros y llenar con mucha pasión ese estrecho
margen que nos deja el ajetreo escolar, familiar y social, de lunes a lunes…
pero, ¿acontece así en todas las familias?
Observe todo adulto a su alrededor y autoevalúese. Somos tan
felices, las niñas y niños, con lo más “mínimo”: una mirada, una caricia, un
beso, una palabra, un consejo, todo lo que nos ayude a sentir, ver, aprender,
soñar, para no llegar a la adultez cargando esa irreparable deuda con la
infancia que, para entonces, ya las arcas del tiempo no podrán cobrar.