martes, marzo 21, 2017

 

TECHO DE MI AYER




Allí ha estado, desde hace siglos de apacible estancia, resguardando de todas las inclemencias posibles al epicentro de una familia numerosa, desgajada de un tronco en eterna flor: la abuela Norberta, anciana de pura miel desde el cabello hasta lo que no alcanza a ver la mirada, bien hacia adentro, pero que se siente  y se saborea sin límite en el tiempo.

Allí, en un costillar de la villa espirituana, Oh reparto de Jesús María, ha estado, sí, esa casita, desde que tengo uso y razón, o desde que la razón en persona (mi divina abuela) convocó a un Consejo de Familia para pedir que también yo, a la sazón gorrioncillo en suelto vuelo por la campiña avileña, pasara como décimo inquilino a darle uso, allá por los años 70 del pasado siglo, cuando ya el modesto inmueble, mitad madera, mitad cemento y criolla teja largaba gemidos ante la brisa invernal, la lluvia de la entonces fértil primavera, el crudo sol del verano o las brisas del otoño.

No pudo el tío Pedrito, campesino primero, talabartero después y honrado hasta que lo remolque “el más allá” —y más allá de él aún— levantar la vivienda con que sueña todo ser humano.

Solo ahora, cuando tanto él como la tía Chichi merodean las ocho décadas, es que ha sido posible el esperado relevo, sobre la base de la ayuda que el Estado cubano les sigue ofreciendo a las familias con menos recursos o posibilidades en el orden económico y financiero, a pesar de la tensa situación que atraviesa el país.

Hace unas horas, al pasar por allí, no pude evitar, como siempre, el deseo de detenerme, por unos minutos, a contemplar la añosa y deteriorada construcción, sometida ya a impostergable desmonte.

Cientos, miles de recuerdos se amontonaron en la parte consciente de mi memoria, asociados a los días de pañoleta escolar, de agradecida adolescencia, de despegue en juventud, de pupitre universitario, de amores platónicos, de sueño sobre un catrecito criollo en la diminuta sala, convertida en cuarto desde casi media noche hasta que los gallos anunciaban la alborada.

Han pasado décadas y, como le escribí hoy a mi Reina esposa, “a veces siento que la olvido (a esa casita, cándido y seguro techo de mi ayer).
”... y tanto le debo en esta vida...

... porque la ternura y el cariño con que me cobijó mi abuela en
su pequeño interior, no caben dentro del palacio más grande que tenga o haya tenido el mundo.

Están echándola abajo. Quizás ya no resista más el pesado talón del tiempo.

Dentro de mí sí lo resistirá... en pie, a pie de puro y agradecido recuerdo.

(Pequeños apuntes, también, a la memoria viva de mi dulce viejecita)
 



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