viernes, marzo 31, 2017
SANTIAGO, LIMPIAMENTE
Ocurrentes,
como casi siempre sucede cuando menos debe acontecer, las agujas del reloj se
confabulan para que no nos alcance el tiempo.
Y quedan
fuera la Granjita Siboney, la Plaza Abel Santamaría, el Hospital Saturnino
Lora, la Plaza de la Revolución Antonio Maceo, con sus 23 dignos machetes
pidiendo y cuidando futuro; el parque Céspedes, la calle Enramada…
Pero la
Ciudad Escolar 26 de Julio y el Cementerio de Santa Ifigenia, dolorosamente
honrado ahora con la Maestra piedra que en-Sierra, libremente para todos, las
cenizas de Fidel, se encargan de condensar en sí mismos, toda la rebeldía de
ayer, la hospitalidad de hoy, la heroicidad de siempre, en una ciudad que se
empinó –de verdad- casi desde cero, o desde menos, tras la dentellada de un
brutal huracán cuyo nombre hay quienes mencionan, alguna que otra vez, y la
mayoría subestima ya, a ojos de lo que la vista alcanza a ver, gracias a lo que
las manos han hecho.
… una
ciudad donde, mientras más años amontona el calendario, más nítida se torna la
impresión de que, en cualquier momento, aparecerá por un boquete de calle el
joven Frank, y, como sucedió seis décadas atrás, sobrarán brazos y hogares para
el cálido refugio.
Sí. Le
faltan muchísimos lugares por visitar todo el que, en apretado margen de tiempo,
recorre Santiago de Cuba.
Que
levante la mano, sin embargo (y quizás no se alce ni una), el, o la, que no
haya sido blanco, últimamente, del mismo fenómeno, primero visual, luego
verbal, para terminar exclamando: ¡Qué limpia y linda está Santiago!
Y es
que no solo la Avenida de las Américas, Trocha, Carretera de Morro, Yarayó,
Rajayoga, el Coppelia… podrían ser referencia de limpieza o de buen gusto en la
concepción, pintura y funcionamiento de áreas públicas e instalaciones de
servicios. Apartados parajes también transpiran la higiene que debiera bañar a
toda ciudad.
Me lo
repito, en silencio y lo escucho, dentro del ómnibus, no sé qué cantidad de
veces y de voces.
Pero,
sobre todo, me lo confirma, sin tener ni la más leve idea de ello, uno de esos
negritos santiagueros de pura y envidiable cepa, quien, largando sudor a chorro
limpio, se empecina en recoger y echar en una caja de cartón hasta la última
yerbita, pedazo de papel o cualquier otro desecho, en aceras y canteros aledaños
al otrora Cuartel Moncada.
Es casi
medio día. Impertinente, el sol se empeña en sabotear la noble y sana
pertinencia del obrero, joven por demás. Pero, tozudo como sus raíces, él no da
mano a torcer.
Se me
antoja tomarle una foto y me atrinchero. Él lo percibe y me mira, pero no
existo. Procedo. Sin detener su faena, vuelve a mirarme y creo que existo menos
aún. Comprendo, con enorme satisfacción, que lo verdaderamente importante para
él es lo que hace. Y continúa, imperturbable. ¿Cuántas veces un lente, acaso
más inoportuno o molesto que los perpendiculares rayos del sol, han querido
distraerlo?
Tan
solo dime tu nombre, por favor (sé que puede llamarse Ernesto, Julio Antonio,
Alejandro, Jesús…). Entonces, con la humildad y educación del bisabuelo que tal
vez ni conoció, pero cuyas enseñanzas lleva en sangre, me dice: Erislandi… Erislandi Heredia.
¡Vaya
apellido para un nombre tan de estos tiempos!
Le
estrecho la mano y parto, con unas ganas tremendas de volver sobre mis pasos,
para darle un tronco de abrazo.
¡Por
eso, concho, es que Santiago está así! Tengo que decirlo, limpiamente.