jueves, octubre 06, 2016

 

TRIPLE ASESINATO DE POSADA CARRILES




Hoy vuelve a ser un día terrible para Maricela Leyva, allá en la oriental provincia de Las Tunas. 

Un octubre más, otro año de dolor... desde 1976, cuando perdió a Carlitos, su hermano: una de las 73 víctimas del sabotaje contra el avión de Cubana, cerca de las costas de Barbados.

Terrible porque se le intensifica el dolor por aquel suceso y por las secuelas familiares que dejó el crimen.

Acerca de eso escribí estos apuntes para la Televisión Avileña y me complazco en traerlos también aquí:

Octubre de 1976. El obrero Carlos Leyva siente que una punzada ardiente le perfora el lado izquierdo del pecho. No puede ser cierto lo que le han dicho acerca del sabotaje contra el avión donde venía su hijo Carlitos. Vuelve a morder entre dientes el grito de desesperación que lleva dentro. Por fin llega a la casa. ¿Qué te ha pasado, viejo? Quizás ni la ciencia tenga explicación, pero en un puñado de cuadras gran parte del cabello se te ha teñido de gris.

Nunca Maricela, hermana del mártir Carlos Leyva González, olvidó aquella lastimosa imagen. “Con la muerte de Carlitos, mi padre empezó a morir también –me confesó ella una vez— Eran uno solo. No exagero: los dos eran una sola persona. 

“Creo papá presentía la desgracia. Recuerdo que días antes de aquel viaje le aconsejó con voz muy dulce y angustiada: Ten cuidado, Chicho; ten mucho cuidado con esos aviones… Y mira lo que ocurrió días después, el 6 de octubre.”

“Mi padre se negaba a alimentarse, a beber agua. El dolor  fue carcomiendo su salud. Finalmente falleció. En verdad fue otra víctima del terrorista Luis Posada Carriles.

“Con un sufrimiento no menos desgarrador e irreparable vivió mi madre, Gudila González. Un infarto cerebral la hizo permanecer en silla de ruedas. La muerte terminó cargando también con ella.”

Imposible soslayar en estos difíciles días de octubre la inmerecida angustia (luto) de 73 familias, incluidas once guyanesas y cinco coreanas, cuya alegría cercenó en pedazos el terrorismo para sepultar, envuelta en llamas, en el fondo del mar.

Hoy la Escuela de Iniciación Deportiva Escolar (EIDE) de esa oriental provincia lleva el nombre del joven esgrimista Carlos Leyva González. La sala polivalente (una de las que mejor se conserva en el país, a pesar de su intensa y permanente actividad) honra a generaciones con el nombre de Leonardo McKenzie Grant: asesinado también durante aquel crimen.
Los restos del viejo Carlos descansan tranquilamente inquietos. Jamás vi su rostro, en vida. Pero lo imagino de estatura más bien pequeña, noble carácter, tierno hasta los huesos.

Por eso cuando voy a Las Tunas y paso cerca del vetusto aserrío donde trabajó aquel humilde hombre, me parece verlo, con una carta entre las manos: la que casi a diario echaba en un buzón para que llegara hasta Carlitos, en La Habana, con un abrazo dentro.

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