miércoles, agosto 17, 2016

 

EL TIMONEL DE MI REINA


Lamentablemente, el tiempo no me dio un pedazo de sí mismo para conocerte. Y te llevó, sin previo aviso ni autorización si quiera familiar, mucho antes de que yo pudiera entrar en tu mundo y tú en mi horizonte de vida.

¡Y pensar que allá por el año 1988 debimos, coincidente y quizás hasta necesariamente, cruzarnos!; tal vez en las entonces sucias y maltrechas calles de casi toda Luanda, en las no menos dañadas carreteras de un país destruido por injusta guerra, con cornetas y billetes haciendo, desde fuera, la misma labor del cáncer intestinal.

¡Claro que debimos cruzarnos!... quién sabe si hasta coincidir en alguna de las obras que, “rompiendo montes y valles, subiendo el mar a los ríos, bajando hasta mil montañas” (Oh Silvio) dejaban a su paso aquellos hombres de tez bronceada por el sol y cascos tan blancos como palomas de paz, sobre la sufrida y hermana piel de la República Popular de Angola.

¿Cómo no te encontré, compadre, para que me tildaras de loco, anticipándote el abrazo que hoy no puedo darle más que a esa foto, donde estás junto al camión que cuidabas más que a ti mismo?

¿Cómo no encontrarte, entonces, para pedirte, desde el fondo de tus dos niñas (más importantes para ti que las niñas mismas de tus claros ojos) un poco más de cuidado a tu salud, menos desgaste físico, más horas de sueño, menos polvo penetrando por esas vías respiratorias que siempre desafiaron el humo del cigarro y la ceniza del tiempo y que, después, el propio tiempo terminó convirtiendo en ceniza?

Fueron tres misiones, Gran Ricardo. Tres veces Sí. Tres veces, cuenten conmigo. Tres veces, aquí estoy… Al sur del volante, al norte del sendero real y verdadero, embragando amaneceres, o sin freno noche adentro, muy adentro.

Quizás jamás se lo confesaste a esa Dulce mujer que te esperó, siempre segura, no sin temores, y que hace apenas unos días partió a reencontrarse, por y para siempre, contigo.

Pero a mí, sin conocerte y conociéndote al dedillo, no me lo puedes negar. Sé del agotamiento físico tan bien disimulado en la esporádica sonrisa o en la prevaleciente seriedad de aquellas imágenes congeladas a punta de lente fotográfico; sé del traicionero cigarro ahuyentando el canto de sirenas emitido, a deshora, por la almohada; sé del “aliviante” sorbo de bagaceira y hasta del tribal y trivial coporoto aprovechándose de la ingenuidad del paladar.

¿O caso piensas que fuiste la exclusividad?  Bien sabes —porque siempre supiste— que no. Nada te diferenció de los cientos de choferes, conductores, operadores de equipos pesados… que allí se disputaron, como solo pueden hacerlo los hermanos, el peso dignísimo de aquella indiscutible epopeya.

Porque, además, nada te hizo, humana, patriótica y cubanamente, distinto a los más de 300 mil hombres y mujeres de esta tierra que, a lo largo de tres lustros, dejaron a sus Reinas y a sus Príncipes para arriesgar la vida por defender el derecho a la vida en Angola.

Solo que tú, Indio de pantalón mecánico o de manhattan cubriendo tu masculino pelo en pecho; Indio de ancha patilla mentón abajo y de finísima caricia dedo en piel arriba, fuiste y regresaste tres veces… y, desde algún etéreo lugar, aún sigues dispuesto a ir otra y otra vez, en otros cuerpos.

Por eso estoy embragando, compadre, el abrazo que, como tú, tanto merecen tantos. Ayer, como te dije, el tiempo nos privó de un pedazo de sí mismo, para hacerlo realidad. Ahora solo permíteme cerrar bien duro los ojos y engañarme, quizás por vez primera, haciéndome creer, como un niño, que los hombres nunca lloramos.




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