domingo, julio 18, 2010

 

DOLOR SIN FRONTERA

Este mes de julio vuelve a multiplicar el dolor que durante todo el año le entrecorta la respiración a Eunomia Peña.

El calendario registra unas 16 790 noches, pero a la anciana le parece que todo ocurrió ayer mientras caía la tarde… o que es incierto, porque se trata apenas de una pesadilla y en cualquier momento los nudillos de Ramón López Peña, su hijo, repicarán desde fuera, para que ella despierte, abra la puerta y…


Entonces retorna a lomo de un suspiro hasta la realidad: Ramón está ahí, en lo alto de la pared, mirándola con el mismo semblante (bello y tan maduro) que tenía aquel 19 de julio de 1964, hace 46 años, cuando el dedo asesino de un marine haló el disparador y un proyectil le penetró por el cuello hasta el fondo de la inmortalidad.

NO TE PREOCUPES, MI VIEJO

No había sido exactamente triste la despedida familiar, 17 meses antes. Cuenta Eunomia que el carbonero Andrés López, padre de Ramón, tomó entre sus callosas manos las de su hijo y como si acariciara al más tierno retoño del monte le dijo: “No te descuides, mi´jo, porque esos marines son capaces de cualquier cosa”.

Andrés sabía por qué aconsejaba así al mayor de sus doce críos. Recientes provocaciones desde el territorio ocupado por Estados Unidos contra la voluntad de los cubanos, significaban un peligro real para quienes a este lado defendían la soberanía del país y el sueño común sobre millones de almohadas.

Los labios de Ramón apenas dejaron escapar una de esas frases aparentemente sencillas, pero a la medida de cualquier tiempo futuro: “No se preocupe Papá, voy a seguir cuidándome allá y a cumplir de Patria o Muerte mi deber.”

Atrás quedaban la familia (albergada en una mueblería tras el derribo de la vivienda por las fuertes rachas de un ciclón), los días de pastoreo en la finca de los abuelos maternos, las zambullidas en el río, la incorporación voluntaria a las milicias, la lucha contra bandidos en la zona de Manatí con apenas 15 años de edad…

TIEMBLAN LAS ALAMBRADAS

Informado de cómo un rato antes (5:37 pm) soldados yanquis habían rastrillado fusiles y apuntado contra el servicio de guardia saliente, Ramón observa durante unos segundos a los marines que siguen lanzando ofensas y hasta piedras. Entonces volviéndose hacia su compañero Héctor Pupo le pide un trago de café y comenta: “Parece que esta noche va a haber jodienda”.

Un rato después llegan el segundo jefe del destacamento, el instructor político y tres compañeros más, quienes alertan a los jóvenes acerca del peligro.

Es 19 de julio. El reloj marca las 7:07 pm. Desde las coordenadas 43-67 dos soldados norteamericanos se tiran al suelo y disparan una ráfaga que traza a los pies de Héctor y Ramón. El segundo jefe del destacamento ordena entrar rápidamente a la trinchera. Es lo que ha dispuesto el Comandante en Jefe para situaciones así. Pero no hay tiempo para cumplir del todo la orientación. Nuevos proyectiles surcan el aire. Ramón logra dar unos pasos, se tambalea y cae. ¡Marines hijos de puta, me han matado!

“¡Sargento, han herido a Ramón! —grita Héctor. Todos corren. La sangre brota. Comunicación urgente. El pulso se ha detenido. No hay respiración.
Las alambradas permanecen mudas, quizás temblando frente al sollozo de los dignos, tal vez avergonzadas ante el regocijo de la mano criminal.

LECCIÓN DE CAMPESINA, DIGNIDAD DE CARBONERO

La triste noticia viste de gris a Puerto Padre, al oriente cubano, al país entero. Eunomia se lleva las manos a la cabeza, cierra los ojos y siente que muere en vida. Coincidentemente, Andrés llega desde el monte en busca de algo y se entera del crimen.

Un rato después, con la sensación de llevar clavada en medio del pecho su hacha de leñador, viaja hacia Guantánamo en un yipi de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Apoyada en su hombro está Eunomia. No viste la sencilla ropa de campesina. Prefiere llevar el uniforme de miliciana.

Durante los funerales siente que en cualquier momento romperá en inconsolable llanto, pero se resiste a hacerlo. “No les daré a los asesinos de mi hijo el gusto de ver mis lágrimas”. Vilma no se apartará de ella. Tampoco Raúl… ni Cuba.
También Andrés está sereno, fuerte como un roble, incluso mientras Raúl le entrega el pequeño carné que convierte a Ramón, postmortem, en el primer miembro allí de la Unión de Jóvenes Comunistas, cuyo proceso de construcción transcurre precisamente por esos días en la institución armada.

Un nudo le atenaza la garganta. Pero sabe que el bosque, los once hijos que quedaron al cuidado de vecinos y su propia dignidad no les perdonarían jamás callar. Y casi en una súplica pide que le permitan ocupar el mismo puesto de combate de su hijo durante el tiempo que le faltaba a Ramón para concluir el servicio militar.

“Jamás nos recuperamos de aquel golpe —me dice hoy Eunomia—, mi marido murió con problemas del hígado en 1975. Yo padezco de todo, nunca más volví a sentir alegría. Julio es terrible para mí. También los segundos domingos de mayo… Ese día recibo muchos besos, pero me falta el de mi Ramón.

PRESENCIA

Acariciando los cabellos de su mamá, Carmen escucha cada detalle narrado por Enomia. “Yo no conocí a mi hermano Ramón —explica—, nací después de su muerte. Pero lo recuerdo todos los días; como si él me hubiera cargado en sus brazos cuando niña, como si hubiera jugado conmigo, como si me hubiera dado el ejemplo, los consejos y el cariño que él le daba a todo el mundo, aquí en la familia y que hoy sigue dando allá, entre los jóvenes de La Frontera”.

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