viernes, septiembre 21, 2018
Y RESPETO
Cuatro. Ese era el reducido número de personas que
aguardaban, sentadas, para ser atendidas por la doctora que tan amablemente
realizaba su labor en una de las consultas del Policlínico Norte, en la ciudad
de Ciego de Ávila.
De repente apareció una mujer, de edad no inferior a las
cuatro décadas, a quien alguien luego hizo referencia como Daysi Rodríguez y,
sin dar los buenos días ni ofrecer explicación alguna (detalle elemental de
educación y de respeto hacia los demás) empujó la puerta y entró, como si
se tratara de una visita sorpresiva al servicio médico.
¿Será empleada de este lugar? -comentó a guisa de
observación crítica una de las dos señoras que conversaban de forma animada.
No lo creo, respondió, “como curada ya de ese espanto”, otra
de las presentes.
De cualquier modo bien pudo, al menos, saludar y decir que
necesitaba hacerle una pregunta a la doctora: modus operandis muy recurrente
para quienes el desespero, la impaciencia o el apuro real no les permite soportar
una cola, por pequeña.
Lo cierto es que, entre anécdota y anécdota de los
“esperantes”, transcurrieron no menos de diez minutos, tiempo suficiente para
que la doctora asentara el nombre de la astuta mujer en el libro de pacientes
atendidos, le escuchara el motivo de la visita, la reconociera, diagnosticara y
emitiera las recetas con que finalmente salió de consulta, con aires de quien
acaba de resolver tremendo problema.
Totalmente real, la escena es una de las tantas que suceden
a diario en consultas, oficinas de reservación, cafeterías, restaurantes y
otros lugares donde concurre la población para recibir determinado servicio.
Definida por algunos como “dar con el rostro”, esa praxis
echa cada vez más raíz en el carcomido terreno de la indisciplina social, en
detrimento de valores elementales que siempre distinguieron a la población
cubana.
Y, claro está, no debe ser ese el rostro que distinga a
quienes poblamos este país.
Tengo sobradas vivencias de quienes, al llegar la anciana,
la embarazada, la madre con el bebito, les ceden gentilmente el paso, como
también ocurre frecuentemente, cuando alguien se dirige a la cola y pide
permiso para pasar por determinada razón.
Como también las tengo de quienes se han plantado en tres y
dos, como solemos decir, al sentirse irrespetados por actitudes como la que tan
campechanamente protagonizó la ciudadana de marras.
Es obvio que ni la doctora, ni ningún empleado público puede
estar al tanto de tales situaciones.
Ni siquiera el reglamento interno de determinada entidad
podría regular o detectar la desfachatez con que algunas personas burlan una
cola y de hecho se burlan de los demás, con la mayor tranquilidad del mundo.
¿Lo habrán aprendido de sus padres? Es probable. Todo
indica que si no se olvida lo que bien se aprende, tampoco lo que mal un día se
aprendió.
De cualquier modo, la vida es la mejor escuela. Y pobre de
quien no aprenda a respetar o desconozca lo que acerca de ese asunto dijo el
pensador chino Confucio, más de cuatro siglos antes de Cristo: “Sin sentimiento de respeto, no hay forma de distinguir los hombres de las
bestias”, o el célebre apotegma que en 1867 nos legó el patriota mexicano
Benito Juárez: “Entre los individuos, como
entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz.”